Sí, pensar en un zoo me revuelve el estómago. Y sí, tener la oportunidad de entrenar con diferentes especies para mejorar su bienestar me transporta a un nivel de plenitud de difícil comparación.
Soy consciente de que pasar los minutos observando, valorando, esperando, cargados de paciencia para dar el tiempo y el espacio necesarios, para reforzar, tal vez, un diminuto movimiento encaminado a conseguir un complejo comportamiento, es un entusiasmo difícil de transmitir más allá de las paredes que rodean a los entrenadores de animales. Y sin embargo se siente tan a flor de piel que la mayoría de las veces cuesta reprimir las palabras para gritarlo a los cuatro vientos.
Los entrenadores estamos hechos de una pasta especial, eso está claro. Ni mejor, ni peor, pero lo que ya doy por hecho es que es diferente.
Coendús, nutrias, mofetas, biturongs, quoles… vaya estupenda mañana hemos pasado en las instalaciones de Faunia, entrenando más allá de «dejar caer» la comida para ser engullida sin mayor fin que la alimentación.
Y sólo queda dibujada en mi cara una sonrisa… la sonrisa de la felicidad que ha ganado sin duda a la dualidad de tener que ver a unos animales encerrados, en condiciones que ningún amante de los animales nos gusta ver, a pesar de los esfuerzos de quienes allí trabajan, y la emoción de poder aprender y estar en contacto con especies que de otro modo sería mucho más complicado. Esperanza, también, de que nuestro trabajo sea un ejemplo, algún día, en algún momento, para que el bienestar animal en estos lugares se tenga en cuenta más allá de la alimentación y la salud física.
Muy agradecida a Animal Nature, que de forma extraordinaria saca de mí cada vez la parte más «animal», y a mis compis, con quienes este camino sería otra historia completamente diferente.
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